27.2.15

Correntadas

En este verano que se quiere morir, creció tres veces el río. Y del peligro y de alguna glándula del cuerpo; de la unión de esas dos cosas, se creó una adrenalina que no paro de gozar. ¿Sabés qué? El miedo es antónimo del olvido y el olvido nos da pánico; te daba pánico, a mí también. 
Con la primera crecida, allá en Iruya, bajamos del micro y corrimos; dimos tres vueltas al pueblo entero en subida y en bajada sin sentir ni un poco de fatiga en los pies. 
Con la crecida del Quilpo no pasó nada, hasta que después, retardada, con delay, se formó una aventurita de pesadilla; una hora horrible, un pensar por un minuto en llamar al helicóptero de rescate... ¿Sabés qué? Eso es, no vas a poder negarmelo, lo que vamos a buscar a los viajes, a todas partes. Cosas para contar. Cosas que no se olviden, cuando hayan pasado los años y se nos haya borrado esta vida estable que tanto trabajo y sustancias saludables nos costó. Cosas que importen: y si importan por trágicas y aterradoras, que así sea. Que lo que importaba no era eso. 
El río creció de nuevo porque toda corriente que se retira vuelve con más fuerza y ya disfruto de la adrenalina que me provoca la certeza de dolor. Porque es certeza, es tan cierta como que el otro día las chicas estaban perdidas; certeza absoluta porque no podía verlas y no había ninguna explicación posible. ¿A quién le parece posible la mentira? ¿A quién le parece posible que la vida vaya a derrubársele por pasarse un detalle por alto? 
Todo lo que el río vaya a arrastrar con él cuando baje de nuevo la corriente, tiene al lecho sin cuidado; porque el lecho sabe que, si bien el río se va y el lecho queda, el lecho en verdad, la tierra en sí, es arrastrada, y cuando el río se vaya, cuando te vayas o cuando digas que no volviste, que las aguas no vuelven porque son otras aguas; no soy yo, no es mi cuerpo, no es el lecho el que sufre la erosión.
Porque de mí tampoco, de esa mí no queda nada. 

26.2.15

teléfono

Qué voy a escribir, que voy a decir, 
qué voy a apostar si las palabras sobran en ríos 
(trilladas, quemadas, ya hechas, gastadas). 

La función fática, 
¿te acordás? 
el ejemplo del teléfono en semiología del CBC. 

Hola, "¿escuchás?", 
sólo para saber si estás ahí. 
Feliz año nuevo 
(sólo para saber que estás ahí). 
"Tenemos que juntarnos" 
(pero no voy nunca; es para saber que estás ahí). 
"Felicitaciones" 
(sólo para saber que yo también estoy ahí). 
Me alegro por vos 
(para sabernos por ahí). 

Te quiero (para ver que hay, si hay alguien, quién sobra).

25.2.15

Alertas

Con la lluvia entrando por todas las rendijas, y el viento amenazando con tirar los palos de luz contra las ventanas, el río llegando a las patas de la cama y el cielo más blanco y violeta que azul. Con todo eso la tormenta no consiguió ser, esa mañana, la primera cosa que se le vino a la cabeza. Todavía (me dijo), tenés más fuerza que el temporal. 
               

12.2.15

Nunca pudimos salir de Cachi

Escuchamos sobre la maldición apenas llegamos a Cachi, pero no le prestamos atención hasta mucho tiempo después.
Apenas bajamos del micro en el que llegamos dormidos, hicimos algún chiste sobre que todos los caminos terminaban en la plaza, y ninguno llegaba a una salida. Cuando preguntamos cómo llegar a algún pueblo cercano o al río, o dónde podíamos sacar un pasaje a Cafayate, nadie nos respondía, o nos decían que mejor nos quedábamos, que los caminos a pie eran muy largos y las rutas muy peligrosas.
Yo creo que la maldición ya nos andaba buscando, pero todavía no nos había caídos encima. Algo habremos hecho esa noche, porque ahí sí que cayó sobre nosotros.
Dicen que fue porque tres veces nos negamos a escuchar los consejos de los que sabían. Primero, un muchacho que tocaba la quena trató de advertirnos, pero como turistas tontos que éramos, nos burlamos de él.
Después quiso advertirnos el señor que nos daba hospedaje, pero sólo lo oímos hablar de hosteles en Cafayate, y nos distrajimos cuando nos advirtió sobre el pueblo y sus maldiciones.
Por último, para que cualquier viajero sordo tuviera que escuchar obligado las prohibiciones que los espíritus hacían en el pueblo, las gritaba en la plaza una coplera, en rima y acompañada por su tambor, pero de nuevo nos tapamos los oídos.
Tratamos de salir en bicicleta, pero el camino nos devolvió. Intentamos a pie, pero nadie pudo darnos unas indicaciones que no terminasen en precipicios sin salida.
Volvimos a consultar por los pasajes para salir en micro por la ruta cuarenta, y ahí fue que los pueblerinos, que hasta ese momento se divertían riéndose de nosotros, se apiadaron y con paciencia nos explicaron lo que pasaba.
―Cuando llega un distraído al pueblo, no escucha los mandatos de los espíritus, entonces les cae la maldición, y se quedan para siempre en la plaza, porque salir ya no pueden.
Miramos con ojos nuevos la plaza en la que esos días habíamos pasado la mayor parte de las horas, y los vimos. Pares de ojos por todos lados; en los árboles, en los bancos, en las hamacas y hasta en el suelo, de almas que no podían salir de ahí.
Alguien propuso escapar navegando por el río y hasta un par pensaron en los ovnis. Pero los ojos de los malditos, pegados a los faroles, a las ramas y a las piedras, dejaban claro que no había nada que hacer.
Ahora nos vamos acostumbrando a nuestro destino De día nos camuflamos entre las personas que se acercan a la plaza con el mate, con un helado o una guitarra; algunos del pueblo, algunos niños, algunos turistas.
Por la noche somos esos ojos que lo ven todo y que le dan al pueblo su aire amarillo de misterio.
De a ratos dormimos, y de a ratos pensamos teorías sobre qué hicimos para enojar a los espíritus y recibir esta maldición.
Algunos dicen que les cayó por reírse o fumar en el cementerio, por beber en la iglesia o por besarse delante de los rosales de la casa de una vieja solterona. Otros hablan de extraterrestres, y algunos dicen que el mal nos lo arrojó a todos la coplera que cantaba en la plaza, que se enojó porque nos burlábamos de ella.
Yo a veces coincido con la teoría de los ovnis y a veces con la de la coplera; pero otras veces, cuando veo nuestros ojos brillando entre los faroles, pienso que cada uno arrastró a este pueblo una maldición que traía de antes, o que la maldición fue una excusa para quedarnos acá.
A veces sueño que duermo y que viene la coplera y me dice que sí, que la maldición se la inventa cada uno, y que la mía era la de querer escaparme de todos lados, que mi alma se aprovechó de la plaza de Cachi para poder quedarse de una vez atornillada en algún lado.
Plaza de Cachi, de madrugada

La vida según el melón en la playa

A la playa no hay que ir sólo, o a la playa hay que ir por lo menos dos días. El primero para ver a una pareja que lleva un melón y un vino y prepara adentro de la fruta abierta un clericó, y el segundo para copiarse.
O en realidad tres días, porque en el medio hay que conqustar a alguien, algún turista extranjero, para tener a quién convidarle el melón; porque qué gracia tiene comerlo sólo.
O mejor una semana, porque esa cara de felices que querías copiarle a la parejita era de gente que se quiere, y no de unos amantes improvisados que se conquistaron ayer.
Pero para eso, mejor entonces un mes. Pero no tenemos tantas vacaciones, entonces mejor conocerse y volver el año que viene, y ahí sí, melón con vino para festejar el aniversario.
Pero a lo mejor, se te ocurre, lo más lindo de esa parejita era la ternura con la que miraban de lejos a los hijos que jugaban con un perrito en la orilla mientras ellos cortaban el melón.
Así que mejor volver en una década, y ahí sí vamos a poder parecernos a ellos; pero en una década quién sabe si voy a quererte, mirá si es mejor esperar, e invitarle el melón con vino a mi próximo amor.
Y así se nos va la vida, tratando de ser felices a la manera de otros, y el melón con vino nunca lo probamos.

11.2.15

Arroz de hostel (La vida según el arroz)

En el Hostel Wind de Moscú, Katya me dijo un día que si yo iba sola al almacén (porque ella no podía dejar de atender la recepción), me enseñaba a preparar un muy buen arroz, el mejor que hubiera comido. Ella tenía arroz y yo también, todos en cualquier hostel siempre tienen arroz de sobra, pero tenía que comprar ajíes (morrones, pimientos, pepper, pieretz... hasta en chino aprendimos a decirlo ese día), manteca, y algo más que no recuerdo, creo que limón o arvejas. 
Nunca volví a ver tanto arroz junto como en el hostel Wind, hasta ayer, en el Backpackers de Iquique. En el Wind, los chinos hacían arroz porque ya se sabe que los chinos comen arroz todo e tiempo; los hindúes porque uno de los tres que había no comía otra cosa que arroz seco e hiper picante hecho en una olla a presión que había traído desde su país en la valija; y yo hacía arroz porque se supone que el arroz es barato, aunque los chinos insistían en que ahí estaba carísimo, y porque sí, porque una argentina de viaje cocina arroz, aunque en realidad no le guste y aunque no tenga casi hambre y aunque no necesite cocinar porque los colombianos o Katya le cocinan siempre algo rico. 
En el Backpackers hay cuatro ollas gigantes y una pequeña de arroz burbujeando a distintos niveles de cocción. La olla enorme que puso una francesa está llena de arroz blanco ya muy cocido y sin nada de agua, se le está pasando pero espera que otro francés, de otra región, que conoció hace unas horas, termine de preparar una salsa con un zuccini. Cuando lo apaga es tarde, y se le va a pegar igual porque se sigue cocinando con su propio calor, y medio ella ya lo sabía, pero no lo apagó a tiempo porque se suponía que el amigo nuevo era el que sabía cocinar bien. 
Una parejita de argentinos que viene bajando desde Machu Pichu tiene una olla aún más grande que esa, llena con arroz a punto, pero demasiado grande para que dos personas acompañen cuatro milanesas de soja. Un mes viajando y no saben calcular el arroz para los dos, debe ser que es la primera ciudad en la que están muy cansados como para salir a comer afuera, o en la primera que no se hacen amigos para cocinar juntos, o que en Iquique de verdad el arroz es lo único accesible. 
No miré tanto los precios en el supermercado, pero hay una cuarta olla y no puede haber para eso otro motivo que lo barato que está el arroz, y lo caro que está todo lo demás. O lo caro que está el arroz y lo más caro que está lo demás. 
Unos mendocinos que se van hoy tienen ya listo el atún con tomate y choclo, pero el arroz todavía está crudo porque no lo echaron a tiempo. Pensaron en robarse un poco de un arroz ya hecho que parecía abandonado en la mesada, pero cuando las cosas no tienen nombre en un hostel no se puede robarlas, no se sabe si el dueño está mirando.
Si alguien tuviese ganas de ponerse pragmático o comunista, la francesa podría intercambiar su arroz con los salteños; y la argentina de la parejita cederle un poco de lo que le sobra a una alemana tímida, que espera para usar la cocina y que después de cocinar una humilde media tacita de arroz la va a poner en la heladera y va a esperar a que se enfríe para mezclarla con la ensalada y va a comer como a las doce de la noche. 
Si hubiese sabido, le hubiera ofrecido cocinar una misma olla para las dos, porque yo estaba antes y pensaba hacer lo mismo, al final me puse impaciente y no quise seguir ocupando la cocina, así que me comí, con la palta, el arroz medio crudo y todavía caliente. 
La heladera está llena de platos de arroz abandonados, pero la única vez que alguien osó tomar uno que no era suyo, no con mala intención, sino como un acto de justicia ante ese infierno de tiempos y cantidades mal calculadas, resultó ser el que guardaba para el mediodía siguiente un grupo de chilenas, que estaban cortas de dinero y por eso vendían pochoclo en la playa, y cuando notaron que alguien había tomado su arroz prestado se enojaron mucho. 
En el Wind el arroz se calculaba bien porque allá no eramos tan turistas, todos nos quedábamos como mínimo un mes, y la medida del arroz de Katya se transmitía como secreto de familia: dos tazas de arroz, para cuatro personas, cuatro tazas de agua y el tiempo de cocción era lo que demoraba en evaporarse. 
Ahí se agregaba la manteca y los ajíes de tres colores previamente salteados, con jamón en caso de que ninguno de los cuatro comensales fuera hindú. 
Hay dos tipos de personas, las que saben calcular bien el arroz y las que no. Todos van a irse del hostel de Iquique siendo aún de los segundos. Ni siquiera importa: conocí una vez una monja que calculó demás un arroz para treinta personas, y le salió para treinta pero para alimentarlos por dos semanas. Hubo que comerlo todo en una, porque nos íbamos y no se podía desperdiciar. 
Todos calculan por demás. Pero yo, hace unos días, cuando todavía viajaba con las chicas, calculé de menos. ¿Quién va a guardar en la memoria la proporción de arroz y agua para tres, si tiene que andar calculando cosas más importantes, como a cuánto está el peso chileno si el dolar lo compraste mitad ahorro/mitad en negro y el chileno lo comprás en la calle y el pasaje con tarjeta y se le suma el 35%?
Vista desde el hostel de Iquique. Como para perder tiempo cocinando.

Nada era en los días de Moscú más universal que el arroz. Podía seguir el huevo, pero estaba yo: la argentina que veía raro comer huevo en el desayuno. Los rusos comen huevo en el desayuno, los hundúes (exepto martes y jueves, y Krishna que era vegano) comen huevo en el desayuno, los brasileros también, las griegas también. Pero la argentina no sólo absorbe pasto con un palito, sino que el huevo en el desayuno le resulta extraño; que rara que es. Al final, empieza a desayunar omelette porque los colombianos le pegan la costumbre. 
En Iquique hay tiempo de pegarse costumbres de nadie, me quedo sólo dos días, además viajo a contramano y además a la noche me acosté por cinco minutos y me levanté al día siguiente. Además estoy chinchuda y perdí la mitad del último día recorriendo un shopping libre de impuestos y la otra mitad lamentándome de haber gastado un tercio de mis ahorros en ir con la corriente.
—Su arroz precisas agua —me dice un francés, el que hacía lento los zapallitos, el que todavía no terminó la salsa y tiene una amiga nueva esperando con una cerveza. 
Mi arroz está todo pegado al fondo de la olla, negro y le sale humo. Sólo una cucharada es comible, y hasta la una de la  mañana voy a estar refregando la olla. Me mato a reproches mientras despego con las uñas una tira apelmasada que deja en el fondo de la olla una marca negra con el dibujo de los granitos pegados: 
Ojalá hubiese socializado hoy con alguien para cocinar juntos; ojalá hubiese propuesto el comunismo de arroz cuando se me ocurrió. Ojalá hubiese prestado más atención las veces que me dijeron el tiempo que hay que dejar evaporar el agua después de hervir; ojalá a alguien se le ocurriera enseñar a calcular arroz para uno sólo. Ojalá hubiese comprado arroz Maggic que nunca se pega; u ojalá todavía hiciera el arroz de esa otra forma que aprendí en un campamento cuando era chica, que lleva más agua y después se cuela. Ojalá no me colgara pensando en los platos de arroz compartidos con personas que no están acá; ojalá fuera verdad ese mito de que se pueden dejar los mambos en otra parte cuando te vas de vacaciones.

2.2.15

A la playa no se va solo

El sol se escondió atrás de una cosa rara y me lo perdí por andar inventando futuros. Futuro y la bronca de que ya seas bronca y luego ya consolarte desde arriba de la escalera y por tu culpa perderme el paisaje. Paisaje y cerveza y conocer personas que queda en claro que no quiero conocer. Conocerse por ahí, la francesa tiene un novio en Buenos Aires. ¿Cuantos romances comenzaron en el mundo con "mírame el bolso mientras me meto al mar"? Los pocos que van so los a la playa no duran solos. A menos que tengan toda una estrategia para hacerlo. Estrategias como irse a Marte de nuevo. Irse de vacaciones amarte y pensar que con esa metáfora se soluciona algún vacío o alguna deficiencia o carencia o la falta existencial de no se que. Que problema, tanto escándalo que hiciste y terminaste teniendo el alma aferrada a una planta. 
¿Fiesta o no?
¿El zofri o no?
¿Ellos o vos?
La francesa tiene un novio en Buenos Aires
Todos se enamoran por ahí
Nadie vuelve sólo de la playa
Solos
Solos menos vos.

Reflexión en la Luna

(A veces soy)
parásito inconforme
de melancolías ajenas
que no ve a la Tierra gritar.

Y no veo
Qué no es tu Luna
La misma que la mía.