30.3.16

La reina de Tocaña

Éramos cuatro amigas veinteañeras de viaje por el norte argentino y Bolivia. Habíamos perdido una carpa y casi habíamos muerto asfixiadas en Yavi, pero cruzamos la frontera a Bolivia con la suerte renovada.

En Uyuni adoptamos un chileno y en La Paz terminamos viviendo gratis por error en una lujosa dependencia de la Embajada de Noruega. Después de ese descanso nos dispusimos a ir a Tocaña, una comunidad afro-boliviana que nos habían recomendado visitar, en la que viven algunos descendientes de esclavos y “El Pulga”, un dudoso y autoproclamado antropólogo dueño de un camping a pocos metros de un hermoso río.

Al rato de llegar ya nos habíamos perdido tratando de llegar a la costanera, pero nos encontraron unos cordobeses y nos invitaron a la capilla a ver el ensayo de unos cantos para el festejo del día de Nuestra Señora de la Candelaria, que era al día siguiente. El ensayo fue precioso, pero lo bueno empezó después, cuando terminaron de cantar y se desató una lluvia torrencial, que según un viejo  del pueblo era muy peligrosa para que un montón de extranjeros blanquitos volvieran caminando por la ruta, así que debíamos esperar bajo un toldo a que pare, mascando hojas de coca con lejía y tomando singani. Hicimos caso, los negros tocaron sus tambores, los cordobeses sus guitarras, y nosotras bailamos hasta el amanecer. En algún momento volvimos al camping, y después me desperté en la carpa. Eran las 3 de la tarde, la mitad de mi ropa estaba enterrada en el barro, Caro se había perdido y el pueblo decía que en media hora debíamos estar sí o sí en la capilla para celebrar la misa.
— ¿Cómo que no saben dónde está Caro? —Le pregunté a los demás, y una señora que escuchó me dijo que me quedara tranquila, que mi amiga había tenido que acompañar al Pulga a la capilla. Como para tranquilizarse.

Salimos con los demás del camping para la iglesia, pero nos demoramos más de una hora porque aparentemente era una falta de respeto a los maracuyás no pararse a recolectarlos. Cuando llegamos, la misa casi terminaba y Caro no aparecía por ningún lado. La gente hacía una fila para dar una especie de bendición final que consistía en agarrar un puñado de papel picado y arrojarle un poco a la Virgen y un poco al Pulga, que estaba delante de todo. ¿Por qué al Pulga? ¿Qué era, el rey del pueblo? Hice la fila a ver si llegando hasta adelante encontraba a Caro. Agarré un puñado de papel picado, y cuando llegó mi turno levanté la mano para arrojárselo al Pulga en la cabeza. Me quedé helada cuando se corrió la persona que iba antes que yo en la fila y apareció Caro, con cara de pánico y la cabeza llena de papelitos, parada al lado del Pulga y recibiendo las felicitaciones de todo el pueblo.

No tuve tiempo de preguntar nada. Afuera de la capilla, los cordobeses totalmente exaltados entonaban una marcha nupcial. Se llevaron a Caro en camioneta y nos fuimos corriendo atrás, ignorando a los que seguían juntando maracuyás. Después de caminar otras dos horas, llegamos a la fiesta. Era un gimnasio enorme en el que todo el pueblo y todos los que no eran del pueblo tomaban cerveza y singani, y Caro estaba sentada atrás de un ramo de flores silvestres en la mesa principal, llena de papel picado y con billetes de 100 bolivianos cosidos en su camisa.

—¿Qué es esto? ¿Te casaste con El Pulga?

—No tengo idea, estaba borracha. — Me respondió.

Cada vez que tratábamos de alejarnos del festejo, nos daban pollo y singani y nos volvían a meter al baile.

Recién cuando estaba por amanecer de nuevo, escuchamos al pasar a una señora comentando que era una suerte que esa chica hubiera aceptado acompañar al Pulga a la fiesta, porque dónde se ha visto un anfitrión que no lleve pareja.


 Nunca conocimos el río, pero pagamos el camping y el viaje de vuelta con los billetes que la Reina de Tocaña tenía cosidos en su remera.