24.5.16

3. La burócrata

El municipio de Bau ya no es lo que era. Hasta hace un tiempo, sus habitantes se jactaban de que nunca les pasaba nada malo. El pueblo era muy chico, una aldea de sólo cincuenta casas, y carecía de interés para la política o para el comercio. Pero en realidad la calma tenía otro motivo.

Mientras el intendente, día tras día, dormía la siesta, el pueblo estaba prácticamente en manos de Úrsula, la empleada pública más vieja. Entre un fichero y una computadora en la que corría un dudoso Windows 98, ella tenía los hilos para tejer y destejer las vidas de los doscientos setenta y ocho habitantes del lugar. 

Como toda burócrata que se precie, usaba máscara de pestañas azul, y tenía tanta agilidad para hacer café como para encargarse de los trámites. Pero también, como buena mujer de pueblo, tenía la imperiosa necesidad de escuchar buenas historias, y en el despacho no había presupuesto para arreglar el televisor desde hacía años. Así que llenaba su vacío novelístico con las historias de vida de ese pueblo chico, que reconstruía entre los chismes de almacén y los documentos oficiales que pasaban cada día por sus manos. 

Si en la esquina se decía que Horacio, el heladero, pasaba a altas horas de la noche por la casa de la almacenera, ella revisaba las facturas, a ver si realmente eran amantes o simplemente ella le debía plata. Si se comentaba que la maestra de quinto grado estaba embarazada, ella revisaba si había solicitado una licencia. Se entretenía revisando vidas, y a veces, si podía, las arreglaba. 

Una vez se las había arreglado para que a Pocha le saliera la jubilación antes que a nadie, así no se tenía que ir a vivir con su nuera despiadada. Otra vez había cambiado las inscripciones del colegio para que a la maestra de primero no le tocara darle clases a la nena de su novio de la infancia, que le había roto el corazón. Y una de sus mejores hazañas había sido desviar las facturas del impuesto municipal de Sofía, la peluquera recién divorciada, a la casa de Rodolfo, su primer novio, para que de tanto verse para devolver las cartas se reconciliaran.

Un día, el gobierno provincial, en pleno recorte de gastos, decidió que el sueldo de esta empleada era un gasto innecesario, porque un municipio tan chico podía manejarse a distancia desde una oficina en el centro de la ciudad. 

Se le comunicó a Úrsula que iban a indemnizarla y jubilarla antes de tiempo. Pero ella, triste y desorientada, porque no sabía que más hacer en ese pueblo si ya no era la encargada de administrar las planillas y las historias, decidió despedirse a lo grande. Le informó al intendente que aceptaba su decisión, pero que necesitaba una semana para dejarle todo preparado a su virtual sucesora. 

En primer lugar se encargó de sí misma. Se borró de todas las bases de datos, destruyó su propia acta de nacimiento, y tramitó un documento falso. En un impulso, tramitó otro para Horacio, el heladero, y le escribió una nota que le hizo llegar con la factura de la luz y un pasaje a las Sierras. 

En los tres días restantes de la semana ―porque el viernes ella misma declaró asueto municipal― se encargó de desviar la mitad de los fondos municipales a la escuela de arte y a la de teatro; falsificar unas cuantas becas para los jóvenes del pueblo en la Universidad Nacional; bajar un poco los impuestos a los servicios y compensarlos con la venta de una casa del intendente que el siquiera recordaba. Estableció por decreto que un viernes por mes habría fiesta y comida gratis en la plaza, y camufló un par de feriados extra en el calendario escolar. 

El sábado a la mañana, fue a la terminal con un bolsito, un pañuelo en la cabeza y su documento nuevo. Miraba nerviosa para todos lados, porque no sabía si el heladero vendría. Cuando fue la hora, se pintó los labios, y le mostró su nuevo documento al guardia, al que le pareció algo raro y de película el nombre francés que había elegido, pero no dijo nada y la dejó pasar. 

En el pueblo no se supo nunca que todo lo que habían adjudicado a la suerte, en realidad había sido obra de sus artimañas. Cuando se fue, nadie la echó en falta. Todos notaron que la vida ya no era la misma, pero cuando se preguntaban qué había pasado, a nadie se le ocurría pensar en ella. 

Todos coincidían, sin embargo, en que el día en que Horacio repentinamente se fue y cerró la heladería, al pueblo se le había ido toda la magia.



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